martes, 16 de diciembre de 2014

Verdugos de verdad




La ficción ha alumbrado muchas veces los sótanos de torturas. Los novelistas son expertos en describir el enfrentamiento repugnante entre el interrogador y su presa. Algunos prefieren mostrar un sórdido juego de estrategias, otros la brutalidad a secas, algunos más un espejo entre dos humanos doblegados de diferente forma. Hace poco, a raíz del informe del senado norteamericano sobre las torturas a cargo de la CIA y sus contratistas luego del 11-S, me encontré con un texto de Juan José Millás que hacía algunas preguntas sobre esos “especialistas del dolor”:  “Imagínate que tu trabajo es ese: torturar. Que cada mañana, en vez de acudir a la oficina, al despacho, a la fábrica, fichas en una cárcel secreta, donde te espera un individuo encadenado al que ya zumbaste ayer de lo lindo.” La verdad no queda mucho más que imaginarlo, parece difícil encontrar los manuales de esa realidad extrema, difusa.
El ojo hinchado con una mosca jugueteando en el párpado descrito por Millás me hizo recoger un libro sobre torturas que es a la vez una especie de alegoría a las guerras pérdidas, a las guerras propuestas por un imperio temeroso y todopoderoso. Esperando a los bárbaros de J.M. Coetzee comienza en el almacén de un granero donde un viejo y su sobrino enfermo están a punto de ser interrogados por un coronel llegado con insignias de la Guardia Nacional. Las gafas oscuras le hacen pensar a los lugareños, incluidos los prisioneros, que el coronel es ciego. El magistrado del pueblo le pregunta al militar recién llegado por los dilemas frente a un preso que dice la verdad, la tragedia de un hombre destrozado, dispuesto a decirlo todo pero sin nada que decir. “Existe un tono especial –dice el coronel–, un tono especial penetra en la voz del que dice la verdad. El entrenamiento y la experiencia nos enseñan a reconocer ese tono”. La búsqueda de la verdad termina con el joven esposado, con las manos adelante, durmiendo sobre un catre, y el viejo envuelto en una mortaja, cerca de su sobrino, quien cree haber oído entre sueños: “Duerme con el viejo, dale calor”.

La novela continúa con la caza de unos pescadores ajenos a la guerra y nuevos interrogatorios en el granero. El masoquismo del lector y el desprecio obligan a llegar hasta el final. Al menos se trata de un juego de la imaginación, piensa uno al apagar la luz para olvidar la pesadilla del libro. Pero en el anaquel del frente hay un libro con cartas y relatos de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, en Irak, ya no se trata de la imaginación sino de una especie de confesión de parte. La balada de Abu Ghraib muestra el retrato de Sabrina Harman, una de las militares encargadas de la verdad en las antiguas mazmorras de Sadam. Lo primero que asalta a la soldado es un sentimiento de irrealidad. No entiende que hacen ahí esos hombres desnudos con unos calzones de mujer en la cabeza: “Parecían cosas que pasaban en la tele, no eran cosas que pensaras ocurrían de verdad. Era simplemente una cosa que ves pero no es real”. La cámara fue su antídoto contra la irrealidad. En esas celdas ciertas hay un viejo al que jalan de la barba blanca contra los barrotes y gime toda la noche. También está un taxista que repite que no sabe nada cuando le golpean los testículos. Y un niño de 10 años que sirve como carnada de la verdad para la cabeza de su padre militar cubierta con un saco de arena. Cerrar ese libro es aún más difícil. Que no digan pasar la página 

1 comentario:

Daniel Plata dijo...

Pascual, la primera frase incurre en cacografía a mi parecer:
"La ficción a alumbrado" debería ser "la ficción ha alumbrado".
Saludos