miércoles, 20 de abril de 2016

Contragolpes








Son truculentas las batallas entre congreso y ejecutivo. Se pasa muy rápidamente del apretón de manos en los pasillos a la acusación encendida desde el atril. El sismógrafo de las bancas parlamentarias es sensible a cualquier inclinación del gobierno. Los congresistas son hombres nerviosos, asustadizos. En últimas es más fácil empujar una avalancha que sostenerla. Dilma Roousseff tenía el apoyo de 294 diputados de la Cámara cuando se posesionó para su segundo periodo hace apenas 15 meses. El domingo pasado solo logró que 137 le dijeran NO al juicio que seguirá ahora en el Senado. Aquí no se trataba de juzgar la conducta de la presidenta sino de la intuición y el sentido de oportunidad ¿Quién podrá cumplirme con más facilidad y más certeza lo prometido, Dilma o Michel? La negociación implicó a 28 partidos y movimientos con representación en la cámara baja. Un esquema voto a voto que les entrega un poder insospechado a políticos de salón social. Y no puedo dejar de pensar en Yidis y Teodolindo. Y en Heyne.
La muy posible destitución de Dilma Rousseff en Brasil deja una pregunta sobre las bondades de ese mecanismo más o menos blando para sacar a un presidente que ha perdido apoyo popular ¿Debe estar el ejecutivo en manos de lo que aquí se llamó el “estado de opinión”? Las encuestas dicen que 3 de cada 5 brasileños están de acuerdo con la salida de la presidenta. Algo lógico luego de 13 años del Partido de los Trabajadores en el poder y de la crisis económica en el país. En el otro extremo de Brasil se podría poner a Venezuela, un país que ha soportado golpes y contragolpes, referendo revocatorio, decenas de elecciones, marchas y enfrentamientos ciudadanos constantes, una crisis que ya pasó de económica a humanitaria y sigue sosteniendo a un régimen que según las encuestas rechazan 8 de cada 10 ciudadanos. Se aproxima, según parece, otro intento de revocatoria con la larga pelea de planillas, firmas y chantajes gubernamentales. Difícil elegir entre esos dos males: una especie de bloqueo institucional por la toma de los poderes ejecutivo y judicial de un partido convertido en régimen, o una vía expedita para la revancha parlamentaria de quienes han perdido las elecciones en los últimos 15 años.
No han sido pocos los casos en Suramérica de un congreso sacando al presidente en medio de invocaciones a dios y a la historia. Pero sin duda han sido distintos al caso de Rousseff, juzgada más por conductas ajenas y por fatiga de materiales. Color de Mello salió en 1992 con el empujón que le dio su hermano Pedro. Se habló de 6 millones de dólares movidos a sus cuentas personales, aunque 2 años después el tribunal supremo lo absolvió. Llegó sin apoyo parlamentario y así se fue. Ahora votará contra Dilma como senador. Carlos Andrés Pérez necesitó el Caracazo, dos intentos de golpe de Estado y una acusación de gastar 17 millones de dólares en apoyar políticos extranjeros para irse por invitación del congreso. Ecuador sacó a Abadalá Bucaram luego de seis meses de sainete. “Incapacidad mental” alegó el Congreso y así dio gusto e insultó a quienes lo había elegido. También salió Lucio Gutierrez por “abandono del cargo” cuando todavía estaba en el palacio presidencial. Se había enfrentado a la Corte Suprema y a los militares. No le queda más que su silla en una avioneta. El congreso paraguayo sacó a Raúl Cubas, con asesinato del vicepresidente y hermano traidor de por medio. Tampoco completó un año de gobierno. El último en salir por esa vía fue Fernando Lugo, acosado por divisiones de la izquierda y gritando como todos que era víctima de un golpe.
Es fácil chiflar al presidente, pero es muy difícil aplaudir al congreso.






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